Revista Argentina de Humanidades y Ciencias Sociales
ISSN 1669-1555
Volumen 18, nº 1 (2020)

Proyección cultural de la Revolución mexicana en el extranjero: estereotipos y realidades
Héctor Andrés Echevarría Cázares

Universidad Latina de América

hector.echevarriac@gmail.com

 

 

Para citar este artículo: Rev. Arg. Hum. Cienc. Soc. 2020; 18(1). Disponible en internet:
http://www.sai.com.ar/metodologia/rahycs/rahycs_v18_n1_02.htm

 

Resumen

El presente artículo problematiza el concepto de identidad nacional a partir de las reflexiones de la élite intelectual del periodo posrevolucionario, así como los diversos estereotipos culturales que forjó la Revolución mexicana para legitimarse frente al mundo como un movimiento genuinamente popular. Analiza la labor de los intelectuales para llevar la “buena nueva” de la Revolución a los lugares más olvidados del país; también, muestra los diversos encuentros que tuvieron en el extranjero para difundir los logros sociales de la lucha armada. Finalmente, aborda el interés de algunos intelectuales extranjeros por adentrarse en la nueva realidad mexicana inaugurada por Francisco I. Madero en 1910.

Palabras clave: identidad, Revolución mexicana, intelectuales, nacionalismo, turismo cultural.

 

Abstract

This article problematizes the concept of national identity based on the reflections of the intellectual elite of the post-revolutionary period, as well as the varied cultural stereotypes that the Mexican Revolution forged to legitimize itself against the world as a genuinely popular movement. This paper analyzes the work of intellectuals to bring the "good news" of the Revolution to the most forgotten places in the country; it also shows the diverse meetings they had abroad to spread the social achievements of the armed struggle. Finally, it addresses the interest of some foreign intellectuals to delve into the new Mexican reality installed by Francisco I. Madero in 1910.

Key words: identity, Mexican revolution, intellectuals, nationalism, cultural tourism.

 

 

Como revuelta social, la Revolución mexicana no sólo replanteo la posición del mexicano en el interior –debido a las múltiples exigencias que encarnaba- sino que, al mismo tiempo, forjó un mito que se extendió a las principales potencias extranjeras. Largos años de anarquía debían ser justificados; para ello, un ejército de intelectuales contribuyó a difundir la idea de un renacimiento social y cultural tras el periodo conflictivo de la Revolución, a saber: a partir de la presidencia de Álvaro Obregón, en 1920, con la cruzada educativa de José Vasconcelos, el muralismo mexicano, la novela de la Revolución, la música nacionalista, los corridos populares, las Escuelas al Aire Libre, entre otras proyecciones culturales. Regularmente se vuelve a este periodo con una mirada idílica, incluso a estos pensadores y artistas se les denominan “los grandes constructores de la nación mexicana”. En esta afirmación —como en todo enunciado categórico— hay visos de realidad, pero también de hipérbole histórica. No quiere decir que el muralismo no haya contribuido a la consolidación de una identidad mexicana, o que las obras de Mariano Azuela o Martín Luis Guzmán no valgan como testimonios históricos, sino que es preciso ponderar los límites de dichos movimientos culturales, analizar los discursos demagógicos que los sustentan y rescatar la obra del artista a partir de sus valores estéticos y, ¿por qué no?, históricos.

Por ejemplo, al estudiar la naturaleza de las categorías de la cultura mexicana, Elsa Cecilia Frost examina con ojos críticos la novela de la Revolución, despojándola de esa aura indigenista que tienen obras como Los de abajo, de Mariano Azuela, o La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán:

Así, pues, las novelas de la Revolución parecen ser claramente un fruto de la cultura occidental en su modalidad hispanoamericana. Ni en sus móviles, ni en su técnica, ni en su ideología, puede reconocerse un elemento extraño a esa tradición. Y, sin embargo, el favor mismo con que fueron recibidas en Europa (tan desdeñosa, por lo general, frente a la literatura “tropical”) […] hacen pensar que, a pesar de todo, hay en ellas algo que no puede expresarse cabalmente dentro de los marcos de Occidente [1].

A partir de las diversas manifestaciones culturales del “renacimiento mexicano” se creó una imagen de la Revolución como una vindicación de los derechos fundamentales de los campesinos y los indígenas. Sin embargo, tal estereotipo o representación forzada ocultó las razones profundas de la revuelta armada y permitió que los caudillos en el poder afianzaran su legitimidad tanto al interior del país como en política internacional. Al hablar de la creación del mito del mundo indígena, el sociólogo mexicano Roger Bartra asevera:

La idea de que existe un sujeto único en la historia nacional –“el mexicano”- es una poderosa ilusión cohesionadora; su versión estructuralista o funcionalista,  que piensa menos en el mexicano como sujeto y más en una textura específica –“lo mexicano”-, forma parte igualmente de los procesos culturales de legitimación política del Estado moderno [2].

Dichos procesos culturales justificaron la idea de la Revolución mexicana en el extranjero; más aún: establecieron una especie de “exotismo mexicano” o “turismo cultural” que propició el arribo de intelectuales extranjeros a tierras mexicanas para contemplar, de primera mano, el nacimiento de un nuevo orden de valores culturales. Aquí prevalecía el instinto antropológico de apreciar lo diferente, lo Otro, la fascinante realidad mexicana; pero también, por parte del Estado mexicano posrevolucionario, existía el interés propagandístico de llevar la “buena nueva” de la Revolución mexicana. Ambos procesos diplomáticos y culturales se complementaban a la perfección; estudiarlos es el objetivo primordial de este ensayo.

 

El arte nacionalista

La década de los veinte del siglo pasado fue sumamente compleja. En un mismo periodo histórico convivieron diversos estilos literarios y florecieron distintas escuelas filosóficas que intentaban comprender una realidad problemática que no se dejaba apresar.  A pesar de que en cada gran transformación social y cultural sucede una reflexión sobre el sentido y el porvenir de un pueblo, en ninguna otra etapa de la historia de nuestro país los debates intelectuales en torno a la esencia de lo mexicano fueron tan apremiantes. A ello contribuía la educación, la literatura, la música, la historia y las expresiones culturales de la colectividad (la vestimenta, los corridos de la Revolución, los refranes, la fotografía, etc.), como afirma la historiadora Alicia Azuela de la Cueva:

Esta serie de cambios también sustentó la legitimación del papel del Estado como patrocinador y difusor cultural y de los artistas e intelectuales en su función de ideólogos, creadores y educadores. Como consecuencia de lo anterior, en 1921 se sellaron las alianzas entre Obregón y la elite ilustrada, comandada por Vasconcelos, dando lugar a su participación en el campo de la cultura desde el Estado mismo y transformándose en puntal de la imagen del nuevo orden revolucionario que convirtió en sinónimos las palabras revolución, reconstrucción y renacimiento artístico [3].

Existía un fervor nacionalista, que no es lo mismo que una reflexión sobre la nación. Esta glorificación de la Revolución mexicana impregnó todos los campos culturales: desde la pintura mural hasta la música nacionalista. En realidad, este optimismo cultural, tan propio de la modernidad, no fue exclusivo de la elite intelectual y política del periodo posrevolucionario; fue un rasgo que también compartieron otros Estados nacionales, principalmente los europeos. La Rusia revolucionaria exaltó los valores cívicos correspondientes: el resguardo de una historia pretendidamente heroica, el amor a la patria, la conformación de un alma nacional y la subordinación del artista a las aspiraciones supremas de la raza.

En México, Héctor Pérez Martínez, columnista de El nacional, escribía en 1932:

Es que amamos nuestro suelo y percibimos en él las huellas que dejaron nuestros indios. ¡Si fuera solamente la tierra! Pero es la tierra y la raza y ese espléndido pasado en que los dioses autóctonos se dijeron de tú a tú con el hombre; es la arrancada de la sangre y el retorno de un pensamiento aborigen, indomable e indomado, a sus concepciones; en busca - ¿por qué no? - de una grandeza rota en sus principios [4].

El tono categórico de Pérez Martínez respondía a una serie de políticas oficiales nacionalistas, que, desde la presidencia de Álvaro Obregón (1920-1924), pasando por el gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928) y el Maximato (1928-1934), condenaban aquellas manifestaciones estéticas que no se ajustaban a los altos ideales de la raza mexicana. Por supuesto, semejantes artistas-ideólogos contaban con el apoyo del régimen posrevolucionario. Un ejemplo es Diego Rivera, pintor que vivió bajo la tutela del gobierno en turno, cuya ideología socialista, de liberación del indio y del campesino, encajó perfectamente con la demagogia de la gran familia de la Revolución mexicana. Así lo atestigua Alicia Azuela de la Cueva: “Esta labor no se traslapaba con la de los muralistas encargados de ‘evangelizar’ a las mayorías dentro de la doctrina revolucionaria, aunque […] fue Rivera quien se encargó de esa función como pintor oficial del general Plutarco Elías Calles” [5]. El muralismo, ante todo, tenía una insoslayable función didáctica y, por eso mismo, doctrinaria.

Ahora bien, si la literatura oficial del régimen tenía una clara tendencia viril y combativa, si el muralismo —como expresión plástica de los anhelos de la raza mexicana— pretendía “evangelizar” al pueblo, sumido históricamente en la ignorancia y el servilismo, ¿cuál era la actitud de los artistas protegidos por el régimen en cuanto a la difusión de los ideales de la Revolución mexicana? ¿Qué relaciones establecieron con el exterior, es decir, con las elites ilustradas de otros países? Asimismo, ¿por qué arribaron a México intelectuales extranjeros interesados en conocer los resultados palpables de la Revolución mexicana? En este desplazamiento —del interior hacia el exterior; del exterior hacia el interior— se encierran las múltiples representaciones del México moderno.

 

Las Escuelas al Aire Libre

El movimiento recíproco que señalaba líneas arriba tiene su consolidación en una cruzada pictórica educativa que se originó durante el gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928). Las llamadas Escuelas al Aire Libre tenían el propósito de enseñar a los niños de las clases desfavorecidas (hijos de campesinos o de indígenas) los lineamientos generales de la pintura y el dibujo, con el afán de explotar un talento que les era innato. “Con esto se pretendía estimular la sensibilidad artística del proletariado mexicano, ayudándolo a descubrir las cualidades plásticas de las fábricas, de las máquinas y del paisaje urbano” [6], refiere Azuela de la Cueva.

Las Escuelas al Aire Libre, que tuvieron un amplio desarrollo durante en el callismo, aparte de sus ínfulas de favorecer la vida educativa de los sectores indígenas, fungieron como promotoras de un gobierno hacia el exterior. Incluso intelectuales de la relevancia de José Vasconcelos o Alfonso Reyes, que a la sazón se encontraban en París, reconocieron que las Escuelas al Aire Libre daban una imagen positiva de los gobiernos posrevolucionarios [7]. Pese a todo —señala Alicia Azuela— “los trabajos de los alumnos de las EAL causaron gran sensación entre el público y la crítica en general por su primitivismo, y el público compró la imagen del ‘buen salvaje’ y no la del artista y el revolucionario” [8]. Los europeos veían en el mexicano —al menos en su versión indígena o proletaria— un estado idílico alejado de los vicios de la civilización occidental.

Precisamente, semejante exotismo es el que se pretende problematizar en el presente trabajo, puesto que no se exponía al indígena real, pobre y marginado, sino lo que el régimen callista quería proyectar en el extranjero. Más explícitamente: se convertía el mundo rural e indígena en una imagen o estereotipo que, literalmente, se vendía en el extranjero. De esta manera, la Revolución mexicana no era conocida por sus luchas intestinas, sino por los frutos que se exhibían en los museos europeos. Y los intelectuales mexicanos contribuyeron —no sé si consciente o inconscientemente— a la propagación de esa imagen.

Desde luego, existieron numerosos escritores y pintores que se opusieron tajantemente a la demagogia posrevolucionaria. Un caso excepcional fue el grupo de los Contemporáneos (1920-1932), cuyos integrantes lucharon por separar la actividad artística de la militancia política, y que, por eso mismo, sufrieron la incomprensión de un ambiente cultural apocado, sin horizontes universales. También “Carlos Mérida, José Clemente Orozco y David A. Siquieros […] no compartían la concepción populista e indigenista del arte, pensaban que el artista mexicano debía hacer a un lado las amarras nacionalistas y producir obras de valor universal” [9]. De esta manera, un grupo minoritario servía de contrapeso al afán totalizador de la cultura oficial. Sin embargo, la lucha de David contra Goliat fue estéril en su momento. Sólo hasta ahora comienzan a reconocerse los méritos estéticos de un poeta como Xavier Villaurrutia o las ideas culturales de un crítico como Jorge Cuesta frente a la grandilocuencia de Diego Rivera. La lucha por otorgarle una autonomía al arte, librándola del discurso nacionalista, fue lenta, profunda e insistente. Lo cierto es que en la década de los veinte se caracterizó por la exaltación de la figura del indio, por enfatizar los logros sociales de la Constitución de 1917, y por favorecer a la clase política en el poder.

Así, mientras en el terreno político el objetivo era afianzar un discurso en la población mexicana, moldear al ciudadano revolucionario y liberal, romper las amarras con la Iglesia católica, en el arte se trataba de generar una fórmula única para engendrar obras estrictamente mexicanas, que encarnaran el sufrimiento histórico del campesino y del indio, y que asumieran un compromiso social y político. Eso en el interior. Por otro lado, en el exterior la demagogia revolucionaria incurría en una paradoja: si bien se mostraba hermética ante las influencias extranjeras, creando una xenofobia agresiva, sobre todo ante el elemento español, al mismo tiempo pugnaba por ser reconocida en los países occidentales a través de una campaña propagandística de la que fueron personajes de primer orden los intelectuales del régimen oficial. El nacionalismo mexicano mostraba una versión incorruptible de sí mismo frente al mundo. Otro de los numerosos espejismos en los que se perdía el mexicano después de la Revolución.

Pese a todo, como lo afirmé anteriormente, algunos escritores se libraron de los engaños del régimen posrevolucionario. El “archipiélago de soledades” o los Contemporáneos reflejó un universalismo crítico, que lo mismo valoraba la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, Ramón López Velarde o Amado Nervo, que se interesaba por las obras de Paul Valéry, James Joyce o André Gide. Una generación que daba una imagen de lo mexicano muy diferente a la versión que ensalzaba los estereotipos del “charro, la china poblana o el jarabe tapatío” [10]; además de poner en tela de juicio un ideal homogéneo de cultura. En suma: eso que se considera como el triunfo de la Revolución mexicana, lo que admiramos en fotografías y en algunas películas, las representaciones rurales de algunas obras literarias, están teñidas de irrealidad histórica. Pero no de la irrealidad que define al mundo de la literatura (que, a final de cuentas, puede señalar una realidad histórica) sino de aquella que se solaza en la simulación, el engaño y la demagogia.

 

El turismo cultural

Una de las razones principales de la llegada de los intelectuales extranjeros a territorio nacional fue para informarse de lo que sucedía con la Revolución mexicana, es decir, ¿quiénes eran los artífices de la nueva nación y si acaso ellos (los espectadores extranjeros) se podían adherir a la encomiable labor de educar a las multitudes? México —como en otros tiempos— era el territorio virgen donde las utopías se hacían realidad; era el país convulso que había atestiguado la insurrección de personajes como Emiliano Zapata o Francisco Villa. Esta concepción idílica de los extranjeros era compatible con la retórica oficial. Pero ¿qué sucedía con aquellos extranjeros que criticaban los ideales del régimen posrevolucionario?

Al abordar las repercusiones de la aplicación del artículo 33 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, Pablo Yankelevich asevera:

La distribución de […] las órdenes de expulsión por periodos presidenciales y nacionalidad muestran variaciones notables. A la administración de Venustiano Carranza, antes y después de aprobada la Constitución de 1917, correspondió el 31.7% de los españoles expulsados, seguido por el gobierno de Álvaro Obregón con el 28.4% y el de Plutarco Elías Calles con el 13.4%. El caso de los estadounidenses muestra un comportamiento similar al español, fueron tres presidentes los responsables de la expulsión de cerca del 80% de los norteamericanos. Álvaro Obregón expulsó al 41.5%, seguido de Pascual Ortiz Rubio con el 20.2% y Venustiano Carranza con el 14.9% [11].

A pesar de que estas cifras que ofrece Yankelevich de extranjeros indeseables no son exclusivas de los denominados intelectuales, nos ayudan a comprender la xenofobia hacia el elemento hispánico o estadounidense presente en los gobiernos de la generación posrevolucionaria [12]. Como se sabe, el artículo 33 expulsa a un extranjero por entrometerse en asuntos políticos de carácter nacional, y como lo señala Yankelevich: “el artículo 33 constituye la máxima restricción que enfrenta un extranjero en territorio nacional. Este precepto concede al titular del poder ejecutivo la facultad para expulsar, sin necesidad de juicio previo, a cualquier extranjero cuya presencia sea juzgada como inconveniente” [13].

Sin necesidad de juicio previo. Hay que enfatizar este enunciado porque aquí se encierra la arbitrariedad de la aplicación del artículo 33 y la potestad absoluta del Presidente (con mayúsculas) para desterrar a un indeseable. Si poseemos un entendimiento aguzado descubriremos otra verdad: dicho artículo representa el punto culminante del nacionalismo revolucionario, la cerrazón frente a lo extranjero, el pretexto jurídico para expulsar a todo aquel individuo que pusiera en duda la eficacia del gobierno en turno. Las razones sobraban: actividades ilícitas, conspiración de grupos opositores (como por ejemplo los sacerdotes extranjeros que disentían de las políticas oficialistas) [14], rumores que se extendían en la comunidad, entre muchos otros.

Así, la denominación de indeseables o inconvenientes, propuesta por Yankelevich, sugería lo siguiente: la ideología del régimen posrevolucionario estaba tan imbuida en la vida social y cultural del país que contravenir a ella representaba la expulsión del disidente. Los intelectuales mexicanos que diferían de los programas educativos y culturales del gobierno sufrían la incomprensión y el olvido de sus obras.

Pero también estaba la otra cara de la moneda. Pintores como Jean Charlot, cercanos al muralismo y al estridentismo, gozaron de los favores públicos de artistas como Diego Rivera, por interesarse vivamente en la historia de los pueblos prehispánicos, reflexionar sobre la condición marginada del indígena, y, por añadidura, reflejarla en sus obras pictóricas. Estos artistas se sentían cómodos en el ambiente cultural mexicano, pues recibían los beneficios de una clase política que deseaba moldear a un ciudadano ejemplar.

Al referirse a la actitud de algunos escritores y artistas ante la novedad de la Revolución mexicana, Alicia Azuela de la Cueva anota:

La minoría ilustrada internacional tuvo gran interés por la revolución de 1910 y su renacimiento artístico. Un número importante y prominente de artistas e intelectuales se trasladó a México para dar fe de los acontecimientos históricos y artísticos que ahí tenían lugar. El origen, los enfoques, los alcances y los medios por los cuales se manifestó esa inclinación nos lo muestran obras tan importantes como la película ¡Qué viva México! del cineasta ruso Eisenstein, Bajo el volcán del novelista inglés Malcolm Lowry y Peace by Revolution del historiador estadounidense Frank Tannenbaum [15].

Más adelante, señala la acogida de los intelectuales mexicanos hacia los artistas extranjeros que se interesaban por la nueva realidad nacional, y la manera en que fueron favorecidos por las políticas culturales y educativas del callismo:

La comunidad artística e intelectual local los acogió con entusiasmo; así, varios de ellos pudieron integrarse a los proyectos culturales más importantes. Por ejemplo, Robert Habermas participó con Vasconcelos en el departamento editorial de la SEP en el proceso de selección de títulos para las publicaciones de la serie de los clásicos. Jean Charlot, y más tarde Pablo O’Higgins, así como las hermanas Grace y Marion Greenwood, colaboraron en distintas etapas del muralismo mexicano. Waldo Frank fue uno de los directores provenientes de fuera de la Escuela para Extranjeros de la Universidad de México, John Dewey asesoró al presidente Calles y Frank Tannenbaum a Lázaro Cárdenas [16].

Este fenómeno de movilidad intelectual, por llamarlo de algún modo, era el resultado de un dinamismo social e histórico que se reflejaba asimismo en otros ámbitos. Como sabemos, la Revolución mexicana representó un cambio radical en cuanto a movilizaciones de grupos humanos; por diversos motivos, en las comunidades rurales o en los asentamientos urbanos, la gente tenía que moverse por la violencia de la guerra, las epidemias, el bandolerismo. En ningún sitio, la economía era estable. Tampoco ninguna clase social o grupo humano estaba exento de sufrir las pérdidas económicas o morales del conflicto armado. Salvador Novo, por citar un ejemplo memorable, odiaba a Francisco Villa y a los villistas porque habían apresado a un pariente suyo por considerarlo ajeno a los intereses nacionales. La agresión hacia los españoles la relata Guillermo Sheridan en su libro Los Contemporáneos ayer:

Novo recuerda una infancia pasada en escuelas privadas de señoritas piadosas que le enseñaban a pintar crucifijos, o en escuelas públicas donde lo martirizaban los muchachos entrones (“las degradantes escuelas oficiales”, dice); recuerda igualmente el terror que se le tenía a Villa —a quien su madre se enfrentó alguna vez, exigiéndole la libertad de un pariente preso— quien llegó a expulsar al padre a los Estados Unidos por considerarlo “gachupín” y “hallarse, por lo tanto, fuera de su teoría personal sobre la nacionalidad de los pobladores de México [17].

Como lo mencioné líneas arriba, extranjeros como los españoles sufrieron las consecuencias del periodo de inestabilidad social de la Revolución mexicana, sobre todo en los años 1910-1920. Incluso existieron reclamaciones extranjeras (sobre todo españolas) de bajas económicas propiciadas por la anarquía y el bandolerismo de la lucha armada. Reclamaciones que, por otro lado, fueron mínimamente atendidas. Martín Pérez Acevedo recrea este ambiente anárquico cuando escribe:

Entre las acciones emprendidas contra los españoles por los grupos armados figuraron el robo, la imposición de préstamos forzosos, secuestro, encarcelamiento, fusilamiento y asesinato, lesiones, saqueo y destrucción de unidades productivas en los ámbitos urbano y rural, confiscación de propiedades, expulsión del país, etc., procedimientos que interactuaron en más de alguna de sus modalidades contra los peninsulares en distintos momentos. En virtud de los grandes daños que padecieron los extranjeros, y por ende los españoles, se perfiló el establecimiento de comisiones de reclamaciones ante las que se gestionaron las solicitudes de indemnizaciones [18].

Asimismo, este periodo conflictivo coincidió con la solicitud de muchos extranjeros de ser repatriados en sus respectivos países precisamente por el clima de inestabilidad que se vivía en México. El movimiento no sólo fue exclusivo de la élite ilustrada; diariamente miles de personas sufrían los estragos de la Revolución mexicana. Todos estos datos que nos proporciona la historia social sirven de termómetro para demostrar que la realidad era distinta a las versiones idílicas (y en diversos sentidos románticas) de los intelectuales extranjeros que se identificaban con el renacimiento artístico mexicano. En este sentido, Martín Pérez Acevedo observa:

Tras el movimiento armado de 1910, los extranjeros de distintas nacionalidades residentes en México se mostraron confiados en que el régimen del general Porfirio Díaz contendría y liquidaría el levantamiento encabezado por Francisco I. Madero, postura que se hizo presente también en aquellos que participaban de las altas esferas del poder político y económico. Por su parte, el cuerpo diplomático acreditado, en particular las legaciones de Alemania, España, Francia y el Reino Unido, debido a la cercanía que tenían con la administración porfirista, dieron por hecho que se restablecería el orden sin mayores contratiempos [19].

Aquí se lee la clara adhesión de la élite extranjera —particularmente la española— hacia el régimen porfirista en los albores de la Revolución mexicana; tras el levantamiento en armas de Francisco I. Madero exigiendo la caída de la dictadura de Porfirio Díaz, los extranjeros todavía creían que el brote repentino de violencia terminaría y continuaría el viejo estado de cosas de la pax porfiriana. Sin embargo, la violencia se agudizó, y los extranjeros estables, pequeños comerciantes o trabajadores de industrias, gerentes de bancos, prestamistas, iniciaron la diáspora a sus países de origen, subyugados por el temor de que no sólo perderían sus propiedades o sus mercancías, sino que también peligraba su propia vida.

En conclusión: a lo largo de este recuento histórico de la presencia de extranjeros en México durante el periodo de la Revolución mexicana, es preciso mencionar dos aspectos de gran relevancia. En primer lugar, los extranjeros que visitaron México maravillados por el resurgimiento de la cultura mexicana tras el estallido del movimiento armado estuvieron favorecidos no sólo por la élite intelectual ilustrada, sino también por la clase política en el poder (recordemos las asesorías personales que brindaron John Dewey y Frank Tannenbaum a los presidentes Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas, respectivamente) [15]. Esto originó que su versión histórica coincidiera con la llamada historia oficial que ensalzaba la figura del indio y que pregonaba los logros de la Revolución mexicana: la Constitución de 1917, el reparto agrario, las reivindicaciones históricas del campesinado.

En segundo lugar, la historia social nos revela que el grueso de extranjeros en México —esa multitud anónima que no figura en los estudios de historia intelectual— no la pasaron muy bien debido a la anarquía del periodo conflictivo de la lucha armada (1910-1920). Ni siquiera durante los sucesivos gobiernos de la generación sonorense (1920-1934), puesto que se consolidó un fuerte nacionalismo que rechazaba todo elemento extranjero por considerarlo “descastado”.

Las cifras y los testimonios refieren que el elemento hispánico —por considerarlo ineludiblemente ligado a la Conquista y la Colonia y, por ende, a la Iglesia católica— fue calificado de retrógrada y antirrevolucionario. Los años difíciles de la Guerra Cristera confirman lo anterior (1926-1929). Después de todo, los gobiernos emanados de la Revolución mexicana deseaban implementar una política laica, liberal y revolucionaria, donde el ciudadano modelo se desprendiera del pasado español y de los profundos lastres históricos.

 

Notas

[1] Frost, Elsa Cecilia, Las categorías de la cultura mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 265.
[2] Bartra, Roger, La jaula de la melancolía, México, DeBolsillo, 2005, p. 20.
[3] Azuela de la Cueva, Alicia, Arte y poder, México, El Colegio de Michoacán y Fondo de Cultura Económica, 2013, p. 48. (Las cursivas son mías).
[4] Carta de Héctor Pérez Martínez a Alfonso Reyes, 16 de agosto de 1932, en Capistrán, Miguel, Los Contemporáneos por sí mismos, México, Conaculta, 1994, p. 37.
[5] Azuela de la Cueva, Alicia, op. cit. p. 34.
[6] Ibid., p. 81.
[7] Ibid., p. 83.
[8] Ibid., p. 82.
[9] Ibid., p. 82
[10] Mijangos Díaz, Eduardo y Martínez Villa, Juana, “Inventando al mexicano. Identidad, sociedad y cultura en el México posrevolucionario”, en Rodríguez Díaz, María del Rosario, et. al., Imágenes y representaciones de México y los mexicanos, Morelia, Porrúa/IIH, 2008, p. 127. “La heterogeneidad cultural de la sociedad mexicana evidenciada con el movimiento de la revolución constituyó un dilema para la gobernabilidad del país, por lo que uno de los primeros intentos de cohesión se fincó en la reconstrucción de un imaginario nacional en el que prevalecieran ciertos elementos de identidad equivalentes para todos los mexicanos”, Ibid., p. 126. 
[11] Yankelevich, Pablo, ¿Deseables o inconvenientes? Las fronteras de la extranjería en el México posrevolucionario, México, Bonilla Artigas Editores, Escuela Nacional de Antropología e Historia, Veuvert Iberoamericana, 2011, p. 103.
[12] Para un estudio completo del periodo de la generación posrevolucionaria o sonorense, véase Dulles, John W. F., Ayer en México, México, Fondo de Cultura Económica, 1977; Knight, Alan, La revolución cósmica. Utopías, regiones y resultados, México 1910-1940, México, Fondo de Cultura Económica, 2012. En ambos estudios se enfatiza el carácter jacobino y anticlerical del Triángulo Sonorense, conformado por los campeones de la Revolución mexicana: De la Huerta, Obregón y Calles.
[13] Yankelevich, Pablo, op. cit., p. 87.
[14] Véase Guerra Manzo, Enrique, Del fuego sagrado a la acción cívica. Los católicos frente al Estado en Michoacán, México, El Colegio de Michoacán, 2015, p. 58: “Tras una exitosa colecta nacional organizada por el obispo de León, Emeterio Valverde y Téllez, el 11 de enero de 1923, se celebró una misa en la cima del cerro y el delegado pontificio Ernesto Filippi colocó la primera piedra del monumento. A ese acto acudieron, según los organizadores, 80 mil personas, y según el diario El Universal alrededor de 50 mil, las cuales habían pernoctado en ese lugar la noche anterior. Aunque los católicos argumentaban que con ese acto no se violaba la ley, pues éste tuvo lugar en una propiedad privada, el gobierno federal lo interpretó como un desacato y se ordenó la expulsión del país del delegado pontificio”.
[15] Azuela de la Cueva, Alicia, op. cit., p. 231.
[16] Ibid., p. 253.
[17] Sheridan, Guillermo, Los Contemporáneos ayer, México, Fondo de Cultura Económica, 1985, p. 48.
[18] Pérez Acevedo, Martín, Consideraciones sobre la presencia española en México. Repercusiones y conflictos, siglos XIX y XX, Morelia, IIH-UMSNH, p. 101.
 [19] Idem.

 

 

Bibliografía

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